Cuando aún corría por las calles de mi natal Caracas, deambulaba entre juegos con mis primos y, a veces, iba a ver torneos de fútbol como simple distracción. El deporte no era mi centro; apenas un rumor que venía del polideportivo, el sueño que mi hermano perseguía con un balón entre los pies. Pero con el tiempo entendí que ese rumor no era ruido; era un latido nuevo, un llamado que se guardó en silencio hasta florecer en mí.

Mi corazón, que latía con el ritmo de la salsa y el tambor, pronto encontró otro compás en las canchas de fútbol de Colombia, la tierra que me acogió. Fue allí, lejos de mi barrio de infancia, donde mi hermano empezó a labrar su camino profesional. En su lucha, en cada entrenamiento y en cada logro, ya sea pequeño o grande, mi amor por el deporte se encendió de golpe. No era una pasión ajena, sino un fuego nacido del orgullo familiar y del apoyo incondicional. Aquellas visitas a las canchas dejaron de ser un pasatiempo para convertirse en una devoción. El fútbol se convirtió en un lenguaje que unía a mi familia, un orgullo por los triunfos de uno de los nuestros. Fue tanto lo que sentí, que mi segundo semestre de Comunicación Social, tuve un momento de revelación: mi camino no era otro que contar las historias que se viven en el campo de juego.
Desde esa trinchera he seguido con el alma dividida la eterna batalla de la Vinotinto. Durante décadas, su sueño mundialista parecía un espejismo, un chiste cruel en los corrillos deportivos. Pero algo cambió. Ese equipo que siempre llegaba último hoy compite, pelea y sueña en grande. Las victorias históricas y los puntos sumados han borrado el pesimismo y encendido una llama de esperanza como nunca antes.
Ahora, con Venezuela en una posición privilegiada rumbo al repechaje, mi corazón libra un duelo aparte. La ruta al Mundial se cierra con dos partidos que son una montaña rusa de emociones: primero, la poderosa Argentina; y luego, el clímax de esta historia: un partido a muerte contra mi patria adoptiva, Colombia.
Ese duelo final no es solo una batalla por puntos; es un choque de identidades. Dos banderas en un mismo campo, dos amores latiendo en un solo pecho. ¿Cómo alentar a una sin traicionar a la otra? ¿Qué orgullo se impone cuando ambas sangres son tuyas? No tengo la respuesta. Lo cierto es que ver a Venezuela, mi Venezuela, en esta posición ya es una victoria. Es un triunfo que ha logrado unir a un país entero, dentro y fuera de sus fronteras, en un solo grito de esperanza.
Yo, que vi nacer este amor entre dos mundos, no puedo hacer más que alentar. Porque este sueño, que alguna vez fue apenas un rumor en un polideportivo de Caracas, hoy está más cerca que nunca de convertirse en realidad.
Por: Marial Robles